Quiso situarse a su
lado, pero fue incapaz. El poderoso dragón rugía y exhalaba llamas para
impedir que nadie se acercarse a la princesa. Para aquel joven aprendiz de
héroe, un dragón no es que le viniese grande, es que directamente ni le venía.
Era demasiada molestia tener que matarlo para liberar a una princesa que no
conocía. En lugar de ello, dio medio vuelta, montó en su caballo y se dirigió a
la taberna más cercana.
En la tasca pidió una
pinta de cerveza. Le dieron una mala mezcla de cerveza con agua que no le
sentó nada bien. Salió a la calle, a liberarse de los males que el maldito
brebaje le había infundido. Le dio tiempo a alejarse un poco del poblado,
tampoco demasiado, que ya era de noche. Una vez aliviado, quiso regresar para
tomar su caballo e ir en busca de una nueva aventura. Y entonces escuchó una
voz grave y profunda.
–Como lo oyes. El rey ha
prometido desposar a la princesa con aquel que la libere del dragón.
–Pero la princesa no es
la heredera, ¿no? –esta voz era algo más aguda que la anterior–.
–No, pero quien la
despose no tendrá que volver a trabajar en su vida.
El aprendiz de caballero
que escuchó aquello no resistió la tentación. Tomó su caballo y se dirigió
nuevamente a enfrentarse al dragón. La noche estaba ya bien entrada cuando
llegó. No se veía muy bien, pero el aventurero pudo distinguir la silueta del
dragón y éste parecía dormir. Se acercó silenciosamente con la intención de
rescatar a la princesa sin tener que enfrentarse al dragón. Pero por desgracia
para él, el dragón no dormía, y además veía en la oscuridad. No llegó muy lejos
cuando una llamarada le prendió y terminó con su vida. El dragón aquella noche
cenaría un joven manjar.
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