Hoy la historia que os traigo es un poco de miedo. Trata sobre una leyenda urbana, sobre los niños BEK (Black Eyes Kids). A grandes rasgos son niños de ojos negros que desprenden un aura de terror y que solicitan a una persona entrar en su casa, su coche o en cualquier dependencia donde se encuentre. Para mi relato me he basado en el caso de Brian Bethel, un periodista estadounidense, y el primer caso de BEK "documentado". Poco se saben sobre estos niños sobre los que ha surgido la leyenda urbana. Yo como siempre, escribo sobre ellos, pero dejo al lector la labor de informarse, para que así aprenda más que si le copio y pego una serie de datos y cuestiones.
Como siempre, espero que os agrade y que disfrutéis con el relato.
BEK
Entró al bar nervioso,
mirando en todo momento hacia atrás y hacia los lados. Se dirigió a la barra para
pedir un café al camarero. Eran las nueve de la noche en pleno mes de invierno,
así que la oscuridad ya se había apoderado de los cielos, pero no era esa
oscuridad la que inquietaba al alterado cliente. No, no era esa negrura, era la
otra negrura que había contemplado momentos antes, la negrura de aquellos ojos,
la negrura de la que había huido tan rápido como le había sido posible.
Todo había ocurrido hace
apenas media hora. Estaba en una calle solitaria, como tantas otras veces. Se
había montado en el coche, como tantas otras veces. Lo había arrancado, como de
costumbre, y se disponía a regresar a casa cuando alguien golpeó la ventanilla
del copiloto. Se sobresaltó en un primer momento, pero cuando miró y comprobó
que se trataba de un muchacho de unos quince años acompañado de una niña que
rondaría los diez años, se calmó un poco. Bajó un poco la ventanilla, a media
apertura y entonces el mayor comenzó a hablar.
—Buenas noches señor. No
somos de aquí, y estamos perdidos.
—¿Necesitáis que llame a
vuestros padres?
—No, por favor, nos
regañarían. Estamos pasando unos días en casa de nuestro tío, salimos a dar una
vuelta y nos hemos perdido. Llevamos ya casi una hora dando vueltas sin saber
cómo regresar.
—¿Sabéis la dirección?
—Sí, calle Avellaneda
número seis.
No era de aquella ciudad,
sólo trabajaba en ella, pero le sonaba la calle. En su cabeza recreó un plano
de la zona y localizó la calle, no estaba muy lejos, a menos de cinco minutos
en coche. Podía indicarles fácilmente cómo volver.
—La calle Avellaneda está
cerca de aquí. Tenéis que…
—Disculpe señor, ¿pero
podría acercarnos en coche? Será sólo un momento y mi hermana pequeña tiene
frío.
El joven señaló a la chica
que le acompañaba, que le miró y empezó a mostrar síntomas de frío. El conductor
la observó y por alguna extraña razón, se apiadó de ella. Se inclinó desde su
asiento hacia la puerta del copiloto para abrirla y facilitar al mayor que se
sentase a su lado mientras la niña iría
en los asientos traseros. Abrió ligeramente la puerta y entonces la
bombilla interior del coche se encendió. Aquello le perturbó de gran manera.
Pudo ver como ambos sonreían mientras miraban abrirse la puerta. Miraba con
ojos negros, ojos negros y oscuros y entonces, instintivamente, cerró la puerta
y activó los seguros interiores.
—Señor, tiene que dejarnos
subir al coche…
Subió la ventana mientras
veía al joven acercarse más al cristal, quizá con intención de meter la mano
por la abertura que ahora se estrechaba. Sólo pudo llegar a apoyar las manos
sobre el cristal ahora cerrado.
—Señor, insisto en que
tiene que dejarnos subir.
Ahora ya no se apiadaba de
la niña que le miraba a unos pasos de distancia fijamente. Estaba oscuro pero
podía recrear la visión de los ojos negros en su rostro. Algo iba mal, había
algo extraño en aquellos niños, en sus ojos. Ahora sentía la presencia de algo
malvado en ellos, de un aura oscura que inspiraba temor con sólo mirarles.
—¡Señor! ¡Abra el coche y
permítanos subir!
En ese mismo instante se activó
en su interior un mecanismo que él jamás se había percatado de tener. Apretó en
embrague, metió primera y rápidamente pisó el acelerador. Salió tan rápido como
pudo, sin ser consciente siquiera de haber efectuado las acciones necesarias
para el escape; y huyó. No se preocupó de mirar para salir del aparcamiento,
tan sólo de mirar hacia atrás por el retrovisor y comprobar que no quedaba
rastros de los dos siniestros personajes. Salió de la ciudad, fue por la
autopista tan rápido como le fue posible para llegar cuanto antes a su casa. No
podía evitar mirar a los asientos traseros de vez en cuando para cerciorarse
que viajaba sin compañía.
Llegó un momento en que un
atisbo de razón le permitió pensar en cierto hecho. Si se dirigía a casa
directamente, y de alguna manera aquellos extraños muchachos le perseguían,
descubrirían donde vivía. Tomó la resolución de parar en un bar de su ciudad de
residencia. Permanecería allí un tiempo, hasta asegurarse que los niños no le
seguían, y luego regresaría a su casa, cerraría las puertas y las ventanas e
intentaría dormir lo mejor que pudiese para ir a trabajar al día siguiente. Con
suerte, por la mañana pensaría que todo fue un mal sueño y acabaría olvidándose
de aquello.
Dio un pequeño sorbo al
café y notó que éste quemaba. Era una mala señal, significaba que no estaba
soñando. Miró inmediatamente hacia la puerta del bar y verificó para calmar su
nerviosismo que no había nada extraño más allá de las puertas. El café duró media
hora de angustia que se fue tornando en media hora de falsa calma y autoconvencimiento,
hasta que finalmente resolvió volver a su hogar.
Había cerrado las ventanas
y las puertas, pero no pudo dormir ni esa noche ni la siguiente, hasta que
finalmente el cansancio pudo más que el miedo y durmió hasta que el despertador
se lo permitió. No había sido un sueño tranquilo, soñaba con aquel muchacho de
quince años y con la niña de diez. Soñaba con aquellos ojos negros revelados
bajo la luz artificial del interior del coche. Soñaba con volverlos a encontrar…
Pero no se había
encontrado con ellos desde hacía más de dos años. Aquello era ya un mal
recuerdo que vanamente había intentado olvidar y que afortunadamente acudía a
su memoria cada vez más distanciado en el tiempo.
Y un día, paseando por un
parque vio alguien que le resultaba terroríficamente familiar. Era una joven,
de unos trece años que andaba sola por la ciudad. Se había cruzado con ella
fugazmente mientras caminaba en sentido contrario. La chica no se había
detenido a mirarle, pero él se giró para verla nuevamente, aunque fuese de
espaldas. Y sintió nuevamente aquella aura oscura. Instintivamente gritó, no
sabía si por miedo o en un necio ataque de valentía. No fue un grito de miedo,
fue un grito de llamada, un sonoro “Eh” para que ella se girase y ver
nuevamente su cara. Muchos giraron para mirar a quien había pronunciado aquel reclamo,
entre ellos la chica. No tenía duda alguna, era la misma muchacha, sin los ojos
negros y unos años mayor, pero se trataba de ella. Se quedó paralizado
mirándola fijamente, ella se giró para retomar su camino y se perdió lentamente
entre la multitud.
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